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Noté que su correspondencia aumentaba día con día, lo cual sólo fue un eslabón más en la cadena de sucesos extraños. No era el primer aristotélico que se interesaba en Tomás de Aquino, sólo me extrañó que prácticamente suspendiera sus investigaciones del estagirita. Publicó un artículo breve acerca de los escritos económicos, simulaba preparar uno sobre Las partes de los animales. Pensé que exageraba en su cautela, después de todo no se trataba de un cambio radical; tenía un buen dominio del latín y conocía perfectamente la obra del Doctor Angélico.
Se lanzó hacia su nueva vocación con una pasión desenfrenada. En poco meses ya mantenía contacto con tomistas de todo el mundo, aunque ninguno muy reconocido. Pasaba el día completo hojeando ediciones críticas y faccimilares. Lo último que supe antes de que dejara de requerir mi trabajo como asistente fue que se inscribió a una publicación llamada Aurea Catena.
Reflexioné durante semanas acerca de lo sucedido. No lograba explicarme por qué dedicaba más tiempo a estudiar los textos atribuidos, y de estos a los más dudosos. Particularmente me sorprendía la avidez con la que consultaba el Aurora Consurgens. Mi atrevimiento no llegó al extremo de cuestionarlo, siendo yo un miserable pasante y él doctor en filosofía.
Meses después anunció que tomaría un año sabático. Esperé hasta el último día para despedirme. Entré al edificio de la facultad y subí las escaleras. Dentro de su oficina vacía y oscura, lo vislumbré parado en una esquina; atribuí esto a la nostalgia. Acostumbrado a encontrarlo siempre leyendo, no pude más que paralizarme al verlo dibujando sobre la pared. Me dirigió una mirada compasiva –a mí que traía baja el brazo una edición bilingüe de la Crítica a la Razón Pura– y se apresuró a pronunciar las palabras. “Horridas nostrae mentis purga tenebras.”
Atravesó el portal. Permanecí como imbécil no sé cuántas horas, mirando la pared vacía, intentando vomitar. Decidí entonces dedicarme para siempre al estudio desenfrenado de la lógica de predicados, del estructuralismo, de la filosofía del lenguaje, de la monadología y del materialismo histórico; de cualquier cosa que pudiera ayudarme a olvidar lo que vi. Me juré no mencionar aquello nunca, con la esperanza de que con el tiempo adquiriera el estatuto ontológioc de fantasía. Antes tuve la precaución de escribir un cuento para asegurar su inverosimilitud.
Se lanzó hacia su nueva vocación con una pasión desenfrenada. En poco meses ya mantenía contacto con tomistas de todo el mundo, aunque ninguno muy reconocido. Pasaba el día completo hojeando ediciones críticas y faccimilares. Lo último que supe antes de que dejara de requerir mi trabajo como asistente fue que se inscribió a una publicación llamada Aurea Catena.
Reflexioné durante semanas acerca de lo sucedido. No lograba explicarme por qué dedicaba más tiempo a estudiar los textos atribuidos, y de estos a los más dudosos. Particularmente me sorprendía la avidez con la que consultaba el Aurora Consurgens. Mi atrevimiento no llegó al extremo de cuestionarlo, siendo yo un miserable pasante y él doctor en filosofía.
Meses después anunció que tomaría un año sabático. Esperé hasta el último día para despedirme. Entré al edificio de la facultad y subí las escaleras. Dentro de su oficina vacía y oscura, lo vislumbré parado en una esquina; atribuí esto a la nostalgia. Acostumbrado a encontrarlo siempre leyendo, no pude más que paralizarme al verlo dibujando sobre la pared. Me dirigió una mirada compasiva –a mí que traía baja el brazo una edición bilingüe de la Crítica a la Razón Pura– y se apresuró a pronunciar las palabras. “Horridas nostrae mentis purga tenebras.”
Atravesó el portal. Permanecí como imbécil no sé cuántas horas, mirando la pared vacía, intentando vomitar. Decidí entonces dedicarme para siempre al estudio desenfrenado de la lógica de predicados, del estructuralismo, de la filosofía del lenguaje, de la monadología y del materialismo histórico; de cualquier cosa que pudiera ayudarme a olvidar lo que vi. Me juré no mencionar aquello nunca, con la esperanza de que con el tiempo adquiriera el estatuto ontológioc de fantasía. Antes tuve la precaución de escribir un cuento para asegurar su inverosimilitud.
1 Comments:
¿Fue Borges el que dijo: "Si lo cuentas, entonces no sucede"? ¿O fue Cortázar? No lo sé....
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